Resumo en unas frases lo que todo el mundo sabe.
Tenemos una aberrante concentración de la propiedad, quizás la más alta del
mundo: el 1,5 por ciento de los propietarios tiene el 52 por ciento de la
tierra cultivable; también el más absurdo uso del suelo: 4,9 millones de
hectáreas se dedican a la agricultura, 39,5 millones a una ganadería extensiva
e ineficiente y cerca de 10 millones han sido concedidas para una explotación
-de bajo compromiso social y muy agresiva con el medio ambiente- de minas e
hidrocarburos. Esto ha llevado a que el campo sea más desempleado, más
miserable, más pobre y más comprometido con la guerra, que las ciudades.
Sigo. Está demostrado que la pequeña y mediana producción campesina acompañada
de seguridad, de créditos, de asistencia técnica y de redes de
comercialización, es abiertamente competitiva y puede generar mucho más empleo
que la gran empresa agrícola. Pero también está demostrado que en algunos
renglones de la agricultura es obligatoria una alta inversión de capital y la
conformación de grandes empresas para resolver la creciente demanda
alimentaria, jalonar el producto interno bruto y propiciar la modernización del
campo.
Igualmente se sabe que solo una decisiva intervención del Estado y una
creciente participación de las comunidades en la regulación y el control de la
minería y los hidrocarburos puede conducir a transformar esa riqueza natural en
riqueza productiva y puede mitigar el grave impacto ambiental y social que en
otros países ha tenido el boom de la minería y el petróleo.
Es una pendejada discutir estas cosas sabidas mientras en el Congreso de
Fedegán, realizado en la ciudad de Santa Marta, a finales de noviembre, José
Felix Lafaurie enhebra una diatriba contra la posibilidad de un cambio en el
agro derivado de las negociaciones de La Habana y arranca una salva de aplausos
cuando dice que “no quiera Dios que hoy, los ganaderos, tengamos que tragarnos
el sapo de una reforma agraria impuesta por las Farc”. Es la misma actitud que
asumieron en 1971 frente a la movilización campesina pacífica y que llevó al
‘Pacto de Chicoral’ que suscribieron los gremios del campo encabezados por
Fedegán con los liberales y los conservadores para echar al suelo la reforma
agraria que había lanzado Carlos Lleras Restrepo.
Ahí está el principal obstáculo. La muralla que nadie ha logrado derribar.
También juega en contra de la transformación profunda del agro, la resistencia
de la guerrilla y de la izquierda toda, al desarrollo capitalista del campo,
bien reflejada en algunos apartes del discurso de Iván Márquez en Oslo.
El país no puede perder la oportunidad que se abrió en La Habana para discutir
una estrategia de choque que nos lleve a una redistribución de la tierra; y
ahí, o se pacta con los grandes terratenientes o se los doblega, no hay otra
alternativa. También es imprescindible una alianza de la guerrilla, las
organizaciones campesinas y la izquierda con la dirigencia empresarial y
política del país inclinada a la modernización del campo para estructurar un
modelo que combine el impulso a la pequeña y mediana producción campesina con
el desarrollo de la gran empresa agrícola y la explotación controlada y
sostenible de la minería y el petróleo. Y para que esta revolución agraria
fructifique es obligatorio desatar un gran proceso de organización y
movilización de la población campesina.
Tal debería ser el centro de la discusión en el foro que por encargo de la mesa
de La Habana organizan la Universidad Nacional y el PNUD. No sea que Bruno Moro
y Alejo Vargas, después de reunir a un jurgo de expertos y líderes gremiales y
políticos, les terminen enviando a los negociadores de paz una interminable
lista de recomendaciones tan farragosas como inocuas."
León Valencia, Ir a la Columna de León Valencia en la Revista Semana
jairmontoyatoro@gmail.com
@jairmontoyatoro
Eso sin contar con que los propietarios de los grandes terrenos para cultivo y ganadería constantemente adaptan nuevas tierras para su actividad causando un gran daño ecológico, colaborando así con la contaminación ambiental. Sonaría ilógico que con mayores cultivos se presente una mayor contaminación ya que esto supone que hay mas tierras con mas plantas, sin embargo, los elementos necesarios para esta labor causan efectos secundaros en el medio ambiente, sin tener en cuenta otros aspectos, como la deforestación necesaria para adaptar los nuevos terrenos. El otro día escuchaba a un profesor de acá comentando como el crecimiento (como de un 150%) de la ganadería en Uruguay aumentó los índices de contaminación, también cómo en Brasil están deforestando el amazonas para cultivar y para la ganadería y cómo esta deforestación está cambiando el ciclo de lluvias a nivel mundial. Las alarmas están prendidas, porque los gobiernos colombianos, anteriores y actual, están a punto de entregar selvas en el Amazonas y el Chocó para la explotación minera, siendo esta una de las actividades mas contaminantes e invasivas para el medio ambiente.
ResponderEliminarRicardo
HOla Ricardo, como usted bien lo dice el asunto de la tierra tiene muchos más asuntos para abordarlo y parece que el modelo imperante está siendo devastador.
ResponderEliminarSeguimos en contacto.
Cordialmente.
jair