Había un mundo feliz en el que las máquinas no
terminaban en la palanca o el teclado si no que de ellas hacía parte también el
operario y el oficinista, la producción controlaba a estos humanos como
periféricos de los aparatos a los que estaban conectados y cada ocho horas
tenían relevos en los turnos de trabajo.
Para lograr que las ganancias siempre se acrecentaran
era necesario contar con personas dispuestas a la eficiencia por encima de todo
y esto se lograba maravillosamente; era el resultado de siglos de cambio
cultural centrado en las aspiraciones del individuo, el descrédito de lo
comunitario y la conversión del egoísmo en el mayor valor para guiar la
sociedad.
Desde muy chicos en sus hogares les transmitían que
al ser adultos serían valorados por sus ingresos y la manera de gastarlos en
centros comerciales, automóviles, bisturís, parejas y otras deslumbrantes
mercancías.
El sistema era eficiente, los padres impulsaban a sus
hijos a ser siempre los primeros en la carrera de triciclos, en el equipo de
fútbol, en las notas escolares, repetían: sólo sirve ser el primero, los demás
son perdedores. El principal motivo para elegir que aprenderían sus pequeños
era el cuanto ganarían en sus oficios de adultos.
Los estudiantes insistían y lograban que los
profesores fueran prácticos, divertidos, ligeros y que no los perturbaran con
esas tediosas teorías que explicaban los fenómenos y las causas; la sociedad
había avanzado y fue aceptado como pilar de la enseñanza que no era importante
aprender a sumar ya que la calculadora había rescatado a la humanidad de ese
farragoso asunto.
La educación había sabido responder de manera
satisfactoria a la crítica frecuente del mundo productivo que la acusaba de no
conectarse con las necesidades de la ganancia;
por fortuna habían sido relegadas a su mínima expresión las humanidades,
el arte y la música; la academia lograba operarios específicos, oficinistas
repetitivos, directores sin liderazgo, médicos sin pacientes pero con clientes,
agrónomos sin campesinos pero con rentabilidad; la eficiencia había sido
lograda.
En el trabajo les decían que llegaban a una gran
familia, leían los valores éticos de la empresa, comprendían con ilusión que
debían estar disponibles para cuando los necesitaran, que trabajar tiempo extra
sin paga era un gesto de compromiso; en diez años ya habían tenido igual
cantidad de empleos; pero eso no importaba, desde su más tierna edad habían
sido formados para vivir en la incertidumbre del contrato, en la precariedad del
suelo y en las necesidades de del servicio.
En las charlas de motivación con la sicóloga de la
empresa les recordaban que eran un equipo y debían ayudarse; en las reuniones
de trabajo y cumplimiento de metas se les exigía competir todos contra todos; el
sistema funcionaba bien, ya en esta etapa de la vida contaban con la ventaja
firme de ni siquiera notar las contradicciones.
Para bienestar general los momentos de ocio eran pocos, los niños tomaban ocho cursos
adicionales a sus labores escolares, los adultos usaban casi todo su tiempo en
el trabajo y transporte diario.
La diversión más frecuente era matar el tiempo libre
desde alguna pantalla que le evitará dar vida a la conciencia de si mismo;
también ya se había superado esa época primitiva de ser hincha de un equipo
local y ya todos compraban camisetas y abalorios de uno o dos equipos grandes
del universo con los cuales se conectaban a través de la televisión.
Estaba en vía de superación esa atávica costumbre de
conversar con el vecino, mirar la cara del interlocutor y aún la peor:
dirigirle la palabra a otros en los sitios comunes donde pudieran coincidir.
La inteligencia se evidenciaba en la capacidad para
hacer buenas compras un día de promoción; en la habilidad para la gimnasia
bancaria y las acrobacias con los días de cierre de las tarjetas de crédito.
Esta sociedad era feliz, exhibían los objetos y el
oropel que sus padres y abuelos nunca habían soñado, sabían cual era la última
tontería del artista de moda, contaban con una dosis diaria de me gusta en sus
cuentas sociales y estaban seguros que no había límites en y para el planeta.
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