[...] José Arcadio Segundo y otros dirigentes sindicales que habían permanecido hasta entonces en la clandestinidad, aparecieron intempestivamente un fin de semana y promovieron manifestaciones en los pueblos de la zona bananera. La policía se conformó con vigilar el orden. Pero en la noche del lunes los dirigentes fueron sacados de sus casas y mandados, con grillos de cinco kilos en los pies, a la cárcel de la capital provincial.
Entre ellos se llevaron a José Arcadio
Segundo y a Lorenzo Gavilán, un coronel
de la revolución mexicana, exiliado en Macondo, que decía haber sido testigo del heroísmo de su compadre Artemio
Cruz. Sin embargo, antes de tres meses estaban en libertad, porque el gobierno y la compañía bananera no pudieron
ponerse de acuerdo sobre quién debía
alimentarlos en la cárcel. La inconformidad de los trabajadores se fundaba esta
vez en la insalubridad de las
viviendas, el engaño de los servicios médicos y la iniquidad de las
condiciones de trabajo. Afirmaban,
además, que no se les pagaba con dinero efectivo, sino con vales que sólo servían para comprar jamón de Virginia en
los comisariatos de la compañía. José Arcadio Segundo fue encarcelado porque
reveló que el sistema de los vales era un recurso de la compañía para financiar sus barcos fruteros, que de
no haber sido por la mercancía de los comisariatos hubieran tenido que regresar vacíos desde Nueva Orleáns hasta los
puertos de embarque del banano.
Los otros cargos eran del dominio
público. Los médicos de la compañía no examinaban a los enfermos, sino que los hacían pararse en fila india frente a
los dispensarios, y una enfermera les
ponía en la lengua una píldora del color del piedralipe, así tuvieran
paludismo, blenorragia o estreñimiento.
Era una terapéutica tan generalizada, que los niños se ponían en la fila
varias veces, y en vez de tragarse las
píldoras se las llevaban a sus casas para señalar con ellas lo números cantados en el juego de lotería. Los
obreros de la compañía estaban hacinados en
tambos miserables. Los ingenieros, en vez de construir letrinas,
llevaban a los campamentos, por Navidad,
un excusado portátil para cada cincuenta personas, y hacían demostraciones
públicas de cómo utilizarlos para que
duraran más. Los decrépitos abogados vestidos de negro que en otro tiempo asediaron al coronel Aureliano
Buendía, y que entonces eran apoderados de la compañía bananera, desvirtuaban estos cargos con
arbitrios que parecían cosa de magia.
Cuando los trabajadores redactaron un pliego de peticiones unánime, pasó
mucho tiempo sin que pudieran notificar
oficialmente a la compañía bananera. Tan pronto como conoció el acuerdo, el
señor Brown enganchó en el tren su suntuoso
vagón de vidrio, y desapareció de Macondo junto con los representantes más conocidos de su empresa.
Sin embargo, varios obreros encontraron a uno de ellos el sábado siguiente en un burdel, y le hicieron firmar una
copia del pliego de peticiones cuando
estaba desnudo con la mujer que se prestó para llevarlo a la trampa. Los
luctuosos abogados demostraron en el
juzgado que aquel hombre no tenía nada que ver con la compañía, y para que nadie pusiera en duda sus
argumentos lo hicieron encarcelar por usurpador. Más tarde, el señor Brown fue sorprendido viajando de
incógnito en un vagón de tercera clase, y le hicieron firmar otra copia del pliego de peticiones. Al día siguiente
compareció ante los jueces con el pelo pintado de negro y hablando un castellano sin tropiezos. Los abogados
demostraron que no era el señor Jack
Brown, superintendente de la compañía bananera y nacido en Prattville, Alabama,
sino un inofensivo vendedor de plantas
medicinales, nacido en Macondo y allí mismo bautizado con el nombre de Dagoberto Fonseca. Poco después,
frente a una nueva tentativa de los trabajadores, los abogados exhibieron en lugares públicos el certificado de
defunción del señor Brown, autenticado por cónsules y cancilleres, y en el cual
se daba fe de que el pasado nueve de junio
había sido atropellado en Chicago por un carro de bomberos.
Cansados de aquel delirio hermenéutico, los trabajadores repudiaron a
las autoridades de Macondo y subieron con sus
quejas a los tribunales supremos. Fue allí donde los ilusionistas del
derecho demostraron que las
reclamaciones carecían de toda validez, simplemente porque la compañía
bananera no tenía, ni había tenido
nunca ni tendría jamás trabajadores a su servicio, sino que los reclutaba ocasionalmente y con carácter temporal. De
modo que se desbarató la patraña del jamón de
Virginia, las píldoras milagrosas y los excusados pascuales, y se
estableció por fallo de tribunal y se
proclamó en bandos solemnes la inexistencia de los trabajadores.
La huelga grande estalló. Los cultivos se quedaron
a medias, la fruta se pasó en las cepas y los
trenes de ciento veinte vagones se pararon en los ramales. Los obreros
ociosos desbordaron los pueblos. La
calle de los Turcos reverberó en un sábado de muchos días, y en el salón de
billares del Hotel de Jacob hubo que
establecer turnos de veinticuatro horas. Allí estaba José Arcadio Segundo, el día en que se anunció que el
ejército había sido encargado de restablecer el orden público. Aunque no era hombre de presagios, la noticia fue para
él como un anuncio de la muerte, que
había esperado desde la mañana distante en que el coronel Gerineldo Márquez
le permitió ver un fusilamiento. Sin
embargo, el mal augurio no alteró su solemnidad Hizo la jugada que tenía prevista y no erró la carambola.
Poco después, las descargas de redoblante, los ladridos del clarín, los gritos y el tropel de la
gente, le indicaron que no sólo la partida de billar sino la callada y solitaria partida que jugaba
consigo mismo desde la madrugada de la ejecución, habían por fin terminado. Entonces se asomó a la
calle, y los vio. Eran tres regimientos cuya marcha pautada por tambor de galeotes hacia trepidar la tierra. Su resuello
de dragón multicéfalo impregnó de un
vapor pestilente la claridad del mediodía. Eran pequeños, macizos, brutos.
Sudaban con sudor de caballo, y tenían un olor de
carnaza macerada por el sol, y la impavidez
taciturna e impenetrable de los hombres del páramo. Aunque tardaron más
de una hora en pasar, hubiera podido
pensarse que eran unas pocas escuadras girando en redondo, porque todos
eran idénticos, hijos de la misma
madre, y todos soportaban con igual estolidez el peso de los morrales y las cantimploras, y la vergüenza
de los fusiles con las bayonetas caladas, y el incordio de la obediencia ciega y el sentido del
honor. Ursula los oyó pasar desde su lecho de tinieblas y levantó la mano con los dedos en cruz. Santa
Sofía de la Piedad existió por un instante, inclinada sobre el mantel bordado que acababa de planchar, y pensó en su
hijo, José Arcadio Segundo, que vio
pasar sin inmutarse los últimos soldados por la puerta del Hotel de Jacob.
La ley marcial facultaba al ejército para asumir
funciones de árbitro de la controversia, pero no se hizo ninguna tentativa de conciliación. Tan pronto como se
exhibieron en Macondo, los soldados
pusieron a un lado los fusiles, cortaron y embarcaron el banano y movilizaron
los trenes.
Los trabajadores, que hasta entonces se habían
conformado con esperar, se echaron al monte sin más armas que sus machetes de labor, y empezaron a sabotear el
sabotaje. Incendiaron fincas y comisariatos, destruyeron los rieles para impedir el tránsito de los
trenes que empezaban a abrirse paso con
fuego de ametralladoras, y cortaron los alambres del telégrafo y el teléfono.
Las acequias se tiñeron de sangre. El
señor Brown, que estaba vivo en el gallinero electrificado, fue sacado de Macondo con su familia y las de
otros compatriotas suyos, y conducidos a territorio seguro bajo la protección del ejército. La situación amenazaba
con evolucionar hacia una guerra civil
desigual y sangrienta, cuando las autoridades hicieron un llamado a los
trabajadores para que se concentraran
en Macondo. El llamado anunciaba que el Jefe Civil y Militar de la provincia llegaría el viernes siguiente, dispuesto a
interceder en el conflicto.
José Arcadio Segundo estaba entre la muchedumbre
que se concentró en la estación desde la
mañana del viernes. Había participado en una reunión de los dirigentes
sindicales y había sido comisionado
junto con el coronel Gavilán para confundirse con la multitud y orientarla
según las circunstancias. No se sentía
bien, y amasaba una pasta salitrosa en el paladar, desde que advirtió que el ejército había emplazado nidos de
ametralladoras alrededor de la plazoleta, y que la ciudad alambrada de la compañía bananera estaba protegida con
piezas de artillería. Hacia las doce,
esperando un tren que no llegaba, más de tres mil personas, entre trabajadores,
mujeres y niños, habían desbordado el
espacio descubierto frente a la estación y se apretujaban en las calles adyacentes que el ejército cerró con
filas de ametralladoras.
Aquello parecía entonces, más que una recepción, una feria jubilosa.
Habían trasladado los puestos de fritangas y las tiendas de bebidas de la calle de los Turcos, y la
gente soportaba con muy buen ánimo el fastidio de la espera y el sol abrasante. Un poco antes de las tres corrió el
rumor de que el tren oficial no
llegaría hasta el día siguiente. La muchedumbre cansada exhaló un
suspiro de desaliento. Un teniente del
ejército se subió entonces en el techo de la estación, donde había cuatro nidos
de ametralladoras enfiladas hacia la multitud,
y se dio un toque de silencio. Al lado de José Arcadio Segundo estaba una mujer descalza, muy
gorda, con dos niños de unos cuatro y siete años.
Cargó al menor, y le pidió a José Arcadio Segundo,
sin conocerlo, que levantara al otro para que
oyera mejor lo que iban a decir. José Arcadio Segundo se acaballó al
niño en la nuca. Muchos años después,
ese niño había de seguir contando, sin que nadie se lo creyera, que había visto
al teniente leyendo con una bocina de
gramófono el Decreto Número 4 del Jefe Civil y Militar de la provincia. Estaba firmado por el general
Carlos Cortés Vargas, y por su secretario, el mayor Enrique García Isaza, y en tres artículos de ochenta palabras
declaraba a los huelguistas cuadrilla de malhechores y facultaba al ejército para matarlos a bala.
Leído el decreto, en medio de una ensordecedora rechifla
de protesta, un capitán sustituyó al
teniente en el techo de la estación, y con la bocina de gramófono hizo
señas de que quería hablar. La
muchedumbre volvió a guardar silencio.
-Señoras y señores -dijo el capitán con una voz
baja, lenta, un poco cansada-, tienen cinco
minutos para retirarse.
La rechifla y los gritos redoblados ahogaron el
toque de clarín que anunció el principio del
plazo. Nadie se movió.
-Han pasado cinco minutos -dijo el capitán en el
mismo tono-. Un minuto más y se hará fuego.
José Arcadio Segundo, sudando hielo, se bajó al niño de los hombros y se
lo entregó a la mujer. «Estos cabrones
son capaces de disparar», murmuró ella. José Arcadio Segundo no tuvo tiempo de hablar, porque al instante
reconoció la voz ronca del coronel Gavilán haciéndoles eco con un grito a las palabras de la mujer.
Embriagado por la tensión, por la maravillosa profundidad del silencio y, además, convencido de que
nada haría mover a aquella muchedumbre pasmada
por la fascinación de la muerte, José Arcadio Segundo se empinó por
encima de las cabezas que tenía
enfrente, y por primera vez en su vida levantó la voz.
-¡Cabrones! -gritó-. Les regalamos el minuto que
falta.
Al final de su grito ocurrió algo que no le produjo
espanto, sino una especie de alucinación. El
capitán dio la orden de fuego y catorce nidos de ametralladoras le
respondieron en el acto. Pero todo
parecía una farsa. Era como si las ametralladoras hubieran estado cargadas con
engañifas de pirotecnia, porque se
escuchaba su anhelante tableteo, y se veían sus escupitajos incandescentes,
pero no se percibía la más leve reacción, ni una voz, ni siquiera un suspiro,
entre la muchedumbre compacta que
parecía petrificada por una invulnerabilidad instantánea. De pronto, a un lado de la estación, un grito
de muerte desgarró el encantamiento: «Aaaay, mi madre.» Una fuerza sísmica, un aliento volcánico un rugido de
cataclismo, estallaron en el centro de
la muchedumbre con una descomunal potencia expansiva. José Arcadio Segundo apenas
tuvo tiempo de levantar al niño,
mientras la madre con el otro era absorbida por la muchedumbre centrifugada por el pánico.
Muchos años después, el niño había de contar
todavía, a pesar de que los vecinos seguían creyéndolo un viejo chiflado, que José Arcadio Segundo lo levantó
por encima de su cabeza, y se dejó
arrastrar, casi en el aire, como flotando en el terror de la muchedumbre, hacia
una calle adyacente. La posición
privilegiada del niño le permitió ver que en ese momento la masa desbocada empezaba a llegar a la esquina y la
fila de ametralladoras abrió fuego. Varias voces gritaron al mismo tiempo:
-¡Tírense al suelo! ¡Tírense al suelo!
Ya los de las primeras líneas lo habían hecho,
barridos por las ráfagas de metralla. Los sobrevivientes, en vez de tirarse al
suelo, trataron de volver a la plazoleta, y el pánico dio entonces un coletazo
de dragón, y los mandó en una oleada compacta contra la otra oleada compacta que se movía en sentido contrario,
despedida por el otro coletazo de dragón de la calle opuesta, donde también las ametralladoras disparaban sin tregua.
Estaban acorralados, girando en un
torbellino gigantesco que poco a poco se reducía a su epicentro porque sus
bordes iban siendo sistemáticamente
recortados en redondo, como pelando una cebolla, por las tijeras insaciables y metódicas de la metralla. El
niño vio una mujer arrodillada, con los brazos en cruz, en un espacio limpio, misteriosamente vedado
a la estampida. Allí lo puso José Arcadio Segundo, en el instante de derrumbarse con la cara bañada en sangre, antes
de que el tropel colosal arrasara con
el espacio vacío, con la mujer arrodillada, con la luz del alto cielo de
sequía, y con el puto mundo donde
Úrsula Iguarán había vendido tantos animalitos de caramelo.
Cuando José Arcadio Segundo despertó estaba boca
arriba en las tinieblas. Se dio cuenta de que iba en un tren interminable y silencioso, y de que tenía el
cabello apelmazado por la sangre seca y
le dolían todos los huesos. Sintió un sueño insoportable. Dispuesto a dormir
muchas horas, a salvo del terror y el
horror, se acomodó del lado que menos le dolía, y sólo entonces descubrió que estaba acostado sobre los muertos. No
había un espacio libre en el vagón, salvo el corredor central.
Debían de haber pasado varias horas después de la masacre, porque los cadáveres tenían la misma temperatura del yeso en otoño, y su misma consistencia de espuma petrificada, y quienes los habían puesto en el vagón tuvieron tiempo de arrumarnos en el orden y el sentido en que se transportaban los racimos de banano. Tratando de fugarse de la pesadilla, José Arcadio Segundo se arrastró de un vagón a otro, en la dirección en que avanzaba el tren, y en los relámpagos que estallaban por entre los listones de madera al pasar por los pueblos dormidos veía los muertos hombres, los muertos mujeres, los muertos niños, que iban a ser arrojados al mar como el banano de rechazo. Solamente reconoció a una mujer que vendía refrescos en la plaza y al coronel Gavilán, que todavía llevaba enrollado en la mano el cinturón con la hebilla de plata moreliana con que trató de abrirse camino a través del pánico. Cuando llegó al primer vagón dio un salto en la oscuridad, y se quedó tendido en la zanja hasta que el tren acabó de pasar. Era el más largo que había visto nunca, con casi doscientos vagones de carga, y una locomotora en cada extremo y una tercera en el centro. No llevaba ninguna luz, ni siquiera las rojas y verdes lámparas de posición, y se deslizaba a una velocidad nocturna y sigilosa. Encima de los vagones se veían los bultos oscuros de los soldados con las ametralladoras emplazadas.
Debían de haber pasado varias horas después de la masacre, porque los cadáveres tenían la misma temperatura del yeso en otoño, y su misma consistencia de espuma petrificada, y quienes los habían puesto en el vagón tuvieron tiempo de arrumarnos en el orden y el sentido en que se transportaban los racimos de banano. Tratando de fugarse de la pesadilla, José Arcadio Segundo se arrastró de un vagón a otro, en la dirección en que avanzaba el tren, y en los relámpagos que estallaban por entre los listones de madera al pasar por los pueblos dormidos veía los muertos hombres, los muertos mujeres, los muertos niños, que iban a ser arrojados al mar como el banano de rechazo. Solamente reconoció a una mujer que vendía refrescos en la plaza y al coronel Gavilán, que todavía llevaba enrollado en la mano el cinturón con la hebilla de plata moreliana con que trató de abrirse camino a través del pánico. Cuando llegó al primer vagón dio un salto en la oscuridad, y se quedó tendido en la zanja hasta que el tren acabó de pasar. Era el más largo que había visto nunca, con casi doscientos vagones de carga, y una locomotora en cada extremo y una tercera en el centro. No llevaba ninguna luz, ni siquiera las rojas y verdes lámparas de posición, y se deslizaba a una velocidad nocturna y sigilosa. Encima de los vagones se veían los bultos oscuros de los soldados con las ametralladoras emplazadas.
Después de medianoche se precipitó un aguacero
torrencial. José Arcadio Segundo ignoraba donde había saltado, pero sabía que
caminando en sentido contrario al tren llegaría a Macondo. Al cabo de más de
tres horas de marcha, empapado hasta los huesos, con un dolor de cabeza terrible, divisó las primeras casas a
la luz del amanecer. Atraído por el olor del café, entró en una cocina donde una mujer con un niño en
brazos estaba inclinada sobre el fogón.
-Buenos -dijo exhausto-. Soy José Arcadio Segundo
Buendía.
Pronunció el nombre completo, letra por letra, para
convencerse de que estaba vivo. Hizo bien, porque la mujer había pensado que era una aparición al ver en la
puerta la figura escuálida, sombría,
con la cabeza y la ropa sucias de sangre, y tocada por la solemnidad de la
muerte. Lo conocía. Llevó una manta
para que se arropara mientras se secaba la ropa en el fogón, le calentó agua para que se lavara la herida, que era
sólo un desgarramiento de la piel, y le dio un pañal limpio para que se vendara la cabeza. Luego le sirvió un pocillo
de café, sin azúcar, como le habían
dicho que lo tomaban los Buendía, y abrió la ropa cerca del fuego.
José Arcadio Segundo no habló mientras no terminó
de tomar el café.
-Debían ser como tres mil -murmuró.
-¿Qué?
-Los muertos -aclaró él-. Debían ser todos los que
estaban en la estación.
La mujer lo midió con una mirada de lástima. «Aquí
no ha habido muertos -dijo-. Desde los tiempos
de tu tío, el coronel, no ha pasado nada en Macondo.» En tres cocinas donde se
detuvo José Arcadio Segundo antes de
llegar a la casa le dijeron lo mismo: «No hubo muertos.» Pasó por la plazoleta de la estación, y vio las mesas
de fritangas amontonadas una encima de otra, y tampoco allí encontró rastro alguno de la masacre. Las calles
estaban desiertas bajo la lluvia tenaz
y las casas cerradas, sin vestigios de vida interior. La única noticia humana
era el primer toque para misa. Llamó en
la puerta de la casa del coronel Gavilán. Una mujer encinta, a quien había visto muchas veces, le cerró la puerta
en la cara. «Se fue -dijo asustada-. Volvió a su tierra.»
La entrada principal del gallinero alambrado estaba custodiada, como siempre, por dos policías locales que parecían de piedra bajo la lluvia, con impermeables y cascos de hule. En su callecita marginal, los negros antillanos cantaban a coro los salmos del sábado. José Arcadio Segundo saltó la cerca del patio y entró en la casa por la cocina. Santa Sofía de la Piedad apenas levantó la voz. «Que no te vea Fernanda -dijo-. Hace un rato se estaba levantando.» Como si cumpliera un pacto implícito, llevó al hijo al cuarto de las bacinillas, le arregló el desvencijado catre de Melquíades, y a las dos de la tarde, mientras Fernanda hacía la siesta, le pasó por la ventana un plato de comida.
La entrada principal del gallinero alambrado estaba custodiada, como siempre, por dos policías locales que parecían de piedra bajo la lluvia, con impermeables y cascos de hule. En su callecita marginal, los negros antillanos cantaban a coro los salmos del sábado. José Arcadio Segundo saltó la cerca del patio y entró en la casa por la cocina. Santa Sofía de la Piedad apenas levantó la voz. «Que no te vea Fernanda -dijo-. Hace un rato se estaba levantando.» Como si cumpliera un pacto implícito, llevó al hijo al cuarto de las bacinillas, le arregló el desvencijado catre de Melquíades, y a las dos de la tarde, mientras Fernanda hacía la siesta, le pasó por la ventana un plato de comida.
Aureliano Segundo había dormido en casa porque allí
lo sorprendió la lluvia, y a las tres de la tarde todavía seguía esperando que escampara. Informado en secreto
por Santa Sofía de la Piedad, a esa
hora visitó a su hermano en el cuarto de Melquíades. Tampoco él creyó la
versión de la masacre ni la pesadilla
del tren cargado de muertos que viajaba hacia el mar. La noche anterior habían leído un bando nacional
extraordinario, para informar que los obreros habían obedecido la orden de evacuar la estación, y se dirigían a sus
casas en caravanas pacíficas. El bando
informaba también que los dirigentes sindicales, con un elevado espíritu patriótico,
habían reducido sus peticiones a dos
puntos: reforma de los servicios médicos y construcción de letrinas en las viviendas.
Se informó más tarde que cuando las autoridades militares obtuvieron el acuerdo de los trabajadores, se apresuraron a comunicárselo al señor Brown, y que éste no sólo había aceptado las nuevas condiciones, sino que ofreció pagar tres días de jolgorios públicos para celebrar el término del conflicto. Sólo que cuando los militares le preguntaron para qué fecha podía anunciarse la firma del acuerdo, él miró a través de la ventana del cielo rayado de relámpagos, e hizo un profundo gesto de incertidumbre.
Se informó más tarde que cuando las autoridades militares obtuvieron el acuerdo de los trabajadores, se apresuraron a comunicárselo al señor Brown, y que éste no sólo había aceptado las nuevas condiciones, sino que ofreció pagar tres días de jolgorios públicos para celebrar el término del conflicto. Sólo que cuando los militares le preguntaron para qué fecha podía anunciarse la firma del acuerdo, él miró a través de la ventana del cielo rayado de relámpagos, e hizo un profundo gesto de incertidumbre.
-Será cuando escampe -dijo-. Mientras dure la
lluvia, suspendemos toda clase de actividades.
No llovía desde hacia tres meses y era
tiempo de sequía. Pero cuando el señor Brown anunció su decisión se precipité en toda la zona bananera el aguacero
torrencial que sorprendió a José Arcadio
Segundo en el camino de Macondo. Una semana después seguía lloviendo. La
versión oficial, mil veces repetida y
machacada en todo el país por cuanto medio de divulgación encontró el gobierno
a su alcance, terminó por imponerse: no hubo muertos, los trabajadores
satisfechos habían vuelto con sus
familias, y la compañía bananera suspendía actividades mientras pasaba la lluvia.
La ley marcial continuaba, en previsión de que fuera necesario aplicar medidas de emergencia para la calamidad pública del aguacero interminable, pero la tropa estaba acuartelada.
Durante el día los militares andaban por los torrentes de las calles, con los pantalones enrollados a media pierna, jugando a los naufragios con los niños. En la noche, después del toque de queda, derribaban puertas a culatazos, sacaban a los sospechosos de sus camas y se los llevaban a un viaje sin regreso. Era todavía la búsqueda y el exterminio de los malhechores, asesinos, incendiarios y revoltosos del Decreto Número Cuatro, pero los militares lo negaban a los propios parientes de sus víctimas, que desbordaban la oficina de los comandantes en busca de noticias. «Seguro que fue un sueño -insistían los oficiales-. En Macondo no ha pasado nada, ni está pasando ni pasará nunca. Este es un pueblo feliz.» Así consumaron el exterminio de los jefes sindicales.
La ley marcial continuaba, en previsión de que fuera necesario aplicar medidas de emergencia para la calamidad pública del aguacero interminable, pero la tropa estaba acuartelada.
Durante el día los militares andaban por los torrentes de las calles, con los pantalones enrollados a media pierna, jugando a los naufragios con los niños. En la noche, después del toque de queda, derribaban puertas a culatazos, sacaban a los sospechosos de sus camas y se los llevaban a un viaje sin regreso. Era todavía la búsqueda y el exterminio de los malhechores, asesinos, incendiarios y revoltosos del Decreto Número Cuatro, pero los militares lo negaban a los propios parientes de sus víctimas, que desbordaban la oficina de los comandantes en busca de noticias. «Seguro que fue un sueño -insistían los oficiales-. En Macondo no ha pasado nada, ni está pasando ni pasará nunca. Este es un pueblo feliz.» Así consumaron el exterminio de los jefes sindicales.
El único
sobreviviente fue José Arcadio Segundo. Una noche de febrero se oyeron en la
puerta los golpes inconfundibles de las
culatas [...]
Fragmento de Cien años de Soledad de Gabriel García Márquez.
Gracias Jair. Tus mensajes son espectaculares.
ResponderEliminarCordialmente Luz
Buenos días profesora Luz Elena... muchas gracias por su bonito comentario que anima a seguir cultivando este espacio que intentan evidenciar lo que somos desde estos territorios, que intenta mantener en conversación lo que brota de esta tierra...
EliminarCordialmente.
jair
Apreciado Jair:
ResponderEliminarPermíteme felicitarte por tu blog, todos los temas abordados dan cuenta de un serio trabajo y de una gran profundidad. Se puede apreciar tu valiosa sensibilidad social y tu intención por rescatar lo nuestro.
Frente a esta maravillosa publicación de "Cien años de soledad", sólo puedo agradecerte por traer de regreso este realismo mágico que tanto apasiona y que con un bello lenguaje nos lleva a recordar o más bien a conocer nuestra triste realidad.
Adriana
Buenos días Adriana, gracias por su mensaje que es alimento para este propósito.
EliminarComo usted bien lo dice una de las intenciones de este espacio es hablar desde nosotros, contar, evidenciar lo que hacemos, lo que pensamos; y ponerlo en tensión con otras propuestas que pretenden mirarnos, decidirnos...
Cordialmente.
jair
Buen recuerdo de una lectura efectuada hace tiempo!
ResponderEliminarAxel
Buenas tardes Axel... Sí... García Marquez describe y hace vivir deliciosamente los mundos que se dan este trópico, en este territorio, en este Caribe del cual Colombia hace parte...
EliminarCordialmente.
jair
Jair: No sé cómo me encontré en tu lista, pero estoy feliz de que haya sido así! Las cosas que traes son cada vez mejores! Este fragmento de Cien Años de Soledad parece que lo estuviéramos viviendo hoy. Qué parecido con Brave New World de Huxley acerca de cómo se escribe la historia oficial y cómo aún quienes vivimos los hechos los podemos ver distintos a través de la óptica de los medios. Como decía Becquer: "En este mundo traidor nada es verdad ni es mentira; todo es del color del cristal con que se mira"
ResponderEliminarGracias por tu blog.
Buenos días Carlos... Muchas gracias por sus bonitas palabras para lo que se desde Conversar, Sentir y Pensar... Desde el SUR ellas animan a mantener esta iniciativa... Es un gusto poderle proponer y compartir el blog...
EliminarMuchas gracias por sus comentarios y su acercamiento de Huxley y de Becquer... poético y terriblemente cierto...
Y claro... una de las intenciones de compartir e invitar a cien años de soledad es porque aunque el libro es publicado en 1967, los hechos de la masacre de las bananeras son en la decada de 1920... cuando se lee todo parece hoy... Esta vida de show... de farándula... de lo fatuo... intenta evadirnos de la vibrante y a veces terrible realidad...
Continuamos en cordial contacto...
jair
Hola Jair, como decimos por aca "qué elegancia..."
ResponderEliminarGracias , un abrazo!
Gloria
Buenos días Gloria... Sí... García Marque es muy bueno... es una excelente mirada de lo que somos...
EliminarCon mucho gusto lo que se hace desde Conversar, Sentir y Pensar... Desde el SUR.
Cordialmente.
jair
Hola Jair. hace como 30 años leí el libro y al releer el capítulo me pareció como si fuera la semana pasada. Lo que asocio con esta lectura es que Macolombia es la misma de hace 100 años. La misma explotación por el capital extranjero, las mismas víctimas, los mismos engaños, los mismos requerimientos de justicia, los mismos abogados manejando los casos desde ambas orillas, la misma paquidérmica justicia o la ausencia de ella........ No es mi imaginación ni la de García marquez. Es la cruda y triste realidad de un macondo regado por todo el pais
EliminarHola, muchas gracias por su mensaje... el cual alimenta este espacio y da energías para seguir cultivando Conversar, Sentir y Pensar... Desde el SUR.
EliminarUsted muy bien lo describe, la lectura narra el hoy, poco ha cambiado... la estructura sigue siendo similar, la exclusión, el dolor, la negación de los derechos de todos a nosotros a vivir en un lugar más humano sigue siendo demasiado frecuente...
Hay que continuar intentado un mejor vivir, un buen vivir, un vivir más respetuoso con el otro... donde en lugar de la dominación halla más espacio para la cooperación, donde en lugar de la humillación entre la dignidad...
Lo seguiremos intentando...
Cordialmente.
jair
Amigo mío, disfruté mucho revivir a nuestro Gabo, suspendí mi trabajo y recibí plenamente tu inmenso regalo, gracias y un abrazo…
ResponderEliminarGonzalo
Hola amigo... que bueno recibir su mensaje... le recuerdo siempre con mucha amiración, gratitud y afecto...
EliminarCon mucho gusto todo lo que se propone desde Conversar, Sentir y Pensar... Desde el SUR.
Y claro... Gabo es una excelente propuesta para sentirnos y mirarnos...
Cordialmente.
jair
Muchas gracias por este tipo de textos, que permiten que el lector se contextualice y conozca diferentes perspectivas.
ResponderEliminarLina
Buenos días Lina... espero que se encuentre bien; muchas gracias por su comentario que es alimento para este espacio...
EliminarMe gusta mucho lo que usted dice, la intención del blog es ayudar a ver el mundo desde otras miradas... me recuerda una frase que encontré hace poco y que creo hay que combatir "Los antiguos buscaban la verdad, los modernos creen poseerla"
Cordialmente.
jair
Bien mi estimado Jair, por recordarme (con el fragmento de cien años de soledad y el vídeo de la entrevista de García Márquez), que tengo que hacer como académico y más que eso, como humano, en medio de tanta soledad buscar explicarla no funciona, pues ella es el motor de la vida y de la historia. Gracias y que la sigas pasando muy bien.
ResponderEliminarPancho
Buenos días Pacho en Colombia, Pancho en México, espero que se encuentre bien... Gracias por su comentario y compartir su sentir-pensar sobre el papel del académico en el contexto de lo humano...
EliminarGarcía Marquez es un tipo profundo, que desde su poesía describe un "Macondo que es un pequeño pueblo pero que también es un continente" recordarlo es saludable y da rutas para seguir en esta intención de Conversarnos, Sentirnos y Pensarnos desde lo que somos... desde nuestra latinoamericanidad...
Continuamos en cordial contacto...
jair
Jair,
ResponderEliminarMuchas gracias por recordarnos a nuestro Nobel relatando historias y experiencias que desafortunadamente se repiten en nuestro país.
Saludos,
Olga
Buenas tardes Olga, gracias por su mensaje que es alimento para este espacio que intenta Conversarnos, Sentirnos y Pensarnos desde lo que somos.
EliminarY claro, cuando uno vuelve y lee vuelve y siente que está dando círculos en el territorio, en el caminar, en la historia... Macondo sigue ahí...
Cordialmente.
jair