Quienes habitamos Colombia hemos nacido y crecido bajo el sino de la violencia y este hecho trágico nos ha convertido en una sociedad que fácilmente hace apología de la guerra, que rinde culto a aquellos que andan armados; esta manera de existir ha dejado estelas de personajes famosos por su violencia: Sangre Negra, El Mexicano, Pablo Escobar, Carlos Castaño, Tiro Fijo, y otros centenares, todos ellos con sus contrapartes tanto desde el estado como desde la ilegalidad.
Los anteriormente nombrados y otros miles están muertos, pero la guerra está viva, la seguimos alimentando, aún peor gran parte de la sociedad la sigue deseando, algunos pocos por que se lucran de ella, porque es su forma de vivir, por su espíritu vengativo y dominante; muchos otros porque están embrujados al haber crecido en una familia y una sociedad que se precia de “valores” machistas, excluyentes y guerreristas; que sólo ven como posible solución a todo, la fuerza, la imposición; y aspiran que los mismos principios sean aplicados al grueso de la sociedad como única forma de superar contradicciones y dificultades.
Esta manera de existir rinde culto al violento, pone en la cúspide de la sociedad a aquel que anda armado y está dispuesto a usar sus armas para obligar a sus verdades, y por lo tanto se opacan y se ignoran a los valientes de Colombia: a todas las mujeres que muy temprano inician su doble jornada, la de cuidar su familia y la de trabajar; a los campesinos que aún sin salir el sol ya tienen sus manos untadas de tierra; a los estudiantes y graduados que suman años de dedicación, de disciplina y de sueños; a quienes han aprendido un oficio y nos entregan su saber desde la mecánica, la albañinería, la panadería; a quienes han nutrido durante años con su esfuerzo y esperanzas un pequeño negocio; todos ellos son los valientes de Colombia, los que aún con miedo de los que andan armados no se detienen para construir sus vidas, las de sus familias y la sociedad, a estos valientes es a los que hay que destacar, los que tienen que ser ejemplo y desmitificar a todos aquellos que vociferan la guerra y no los sueños; porque los armados son sólo expresiones del monstruo canibal que destruye insaciablemente lo que los valientes crean.
He crecido en un mundo político en el cual cada cuatro años el péndulo de la elección presidencial depende del discurso que ofrezcan los candidatos frente a la guerra, me recuerdo de niño pintando palomas blancas, en el andén, por la esperanza que ofrecía Belisario Betancur al inicio de los 80, me recuerdo cuando Uribe ofrecía, y ganó con ello, la guerra total y su compromiso de derrotar al monstruo en cuatro años, Uribe estuvo en el poder ocho años no cumplió su promesa, y aún peor, emergieron las consecuencias de la guerra descontralada que se inventa al enemigo en cada disenso; ocho años más de guerra con miles de víctimas, con más victimarios y el monstruo apenas corrido un poco más lejos de lo urbano, pero monstruo vivo, readaptado y vigoroso.
Hoy la disyuntiva es igual, tener la certeza de más años de guerra apalancados por Uribe o tener la esperanza de continuar un proceso de paz.
Ante la certeza de la guerra y la esperanza de la paz creo que la mejor manera de proteger a los niños, a las mujeres, a los adultos y a la naturaleza es eliminando la guerra, no agregando más vidas y recursos a la gran máquina de matar; este monstruo se fortalece cuando se le ataca desde su lógica, pero incapaz de resistir la reconciliación, el respeto y la inclusión. Si se le ha dado gabela a la guerra durante décadas es hora de cambiar la fórmula y darle la oportunidad a la negociación, es hora de paralizar y no alimentar más al monstruo, para que como consecuencia natural se vaya desmoronando por su inoperancia e inanición.
Es mi deseo y acción que nuestra próxima discusión política esté mucho más allá de si acallar o no los fusiles porque estos ya estarán solos, quietos y fríos.
jairmontoyatoro@gmail.com
@jairmontoyatoro
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