viernes, 21 de agosto de 2015

Espera el campo

Los resultados parciales del Tercer Censo Nacional Agropecuario, hace 45 años fue el segundo, dicen del campo que: El 0,4% de los propietarios son dueños del 41% de la tierra, la pobreza multidimensional es del 45%, el 20% de la población entre 5 y 16 años nunca ha ido a la escuela, menos del 10% reciben asistencia técnica, El 90% no acceden a créditos, el 80% del uso agropecuario son pasturas.

Además hay que recordar que en los territorios rurales y en los cuerpos de sus habitantes es donde se ensaña la guerra; la presencia principal del estado para ellos han sido las Fuerzas Armadas que van al vaivén de la estrategia militar; de la existencia de mucha de sus gentes y lugares Colombia sólo se entera cuando sucede una tragedia o un hecho de guerra, que es lo mismo.

Son más de 10 millones los colombianos que han tenido que sobrevivir a una sociedad que los niega y vilipendia, a un país que ha intentado su camino hacia la modernidad dándoles la espalda; de hecho es corriente la utilización de los términos montañero, campechano, finqueño, con intención de menosprecio; en el fondo de este uso lo que hay es una burla a sus culturas, maneras económicas, formas de producción, saberes, ritos, creencias.

Lo que muestra el censo era tristemente predecible, su resultado no es casual sino causal, son expresiones de la mala política rural y hasta la ausencia de ella, basta recordar la precariedad de la estructura para atender el campo, de la cual en los últimos 30 años han desaparecido más del 80% de sus instituciones; todo esto aunado a temas como: Agroingreso Seguro, Carimagua, acumulación de baldíos, etc. que no parecieran ser sólo desviaciones del sistema sino perversidades consistentes de los que tienen en sus manos los recursos del y para el campo.

Un Coeficiente de Autosuficiencia Alimentaria de 1 indica que un país puede dar de comer a sus habitantes con lo que produce, el de Colombia al inicio de los 90 era 1,04 y en el 2009 es de 0,95; otra manera de decirlo es que hoy se importan más de 10 millones de toneladas de alimentos o sea el 28% de lo que va a la mesa.

El país ha hecho dos Intentos de reforma agraria el primero en la década de 1930 y el segundo hacia 1960, ambos fueron un fracaso; los hicieron colapsar los abuelos y padres de quienes hoy férreamente se oponen a cualquier cambio de fondo en el mundo rural; al contrario Colombia ha sufrido una contrarreforma en las últimas décadas y su método principal ha sido la violencia primero y luego los abogados. ¿En manos de quien está la tierra de más de seis millones de desplazados?

A los campesinos que siempre  han ilusionado con el “desarrollo” les han dicho que sus maneras de producir y existir son primitivas e ineficientes, que deben dejarlas atrás y sólo seguir las indicaciones del técnico de turno, pero los resultados del censo muestran que al “paraíso desarrollado” no los han llevado.

Cuando los que provocan y se benefician de esta tragedia son puestos en evidencia dicen del censo: “esto es una oportunidad”; también agregan “hay que digerir los datos”, frases cínicas bajo las cuales esconden su deseo y acción para perpetuar el actual modelo rural, a todos ellos hay que ponerlos en evidencia, quitarles su antifaz, dejarles desnudos sus excesos y perniciosas ambiciones.

La principal herencia de las familias campesinas ha sido la tragedia y la estigmatización, aún así ellas han transmitido por generaciones la esperanza, han seguido produciendo alimentos para si mismas y para el país, siguen aferradas a su tierra porque es su vida y también porque el espejismo de la ciudad casi siempre es sólo eso.

Para superar esta realidad es necesario integrar a la Colombia urbana con el mundo rural y para lo cual es necesario reconocer y respetar del campo su diversidad, su capacidad de organización, sus maneras de producción, sus arreglos económicos, sus iniciativas políticas, sus relaciones con los ecosistemas.

Afianzar la identidad nacional y corregir el camino exige ir a la entraña, al mundo rural, reconocer la importancia del campo, y esto no es un asunto de caridad, es la dignidad merecida por todos sus habitantes. Ese es el reto: pasar del círculo vicioso de la negación y el aislamiento al virtuoso del reconocimiento y la integración; los campesinos no sólo son capaces de liderar su propio bienestar sino de aportar al de todos los colombianos.

jairmontoyatoro@gmail.com
@jairmontoyatoro


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viernes, 14 de agosto de 2015

El insomnio de la productividad

Había un mundo feliz en el que las máquinas no terminaban en la palanca o el teclado si no que de ellas hacía parte también el operario y el oficinista, la producción controlaba a estos humanos como periféricos de los aparatos a los que estaban conectados y cada ocho horas tenían relevos en los turnos de trabajo.

Para lograr que las ganancias siempre se acrecentaran era necesario contar con personas dispuestas a la eficiencia por encima de todo y esto se lograba maravillosamente; era el resultado de siglos de cambio cultural centrado en las aspiraciones del individuo, el descrédito de lo comunitario y la conversión del egoísmo en el mayor valor para guiar la sociedad.

Desde muy chicos en sus hogares les transmitían que al ser adultos serían valorados por sus ingresos y la manera de gastarlos en centros comerciales, automóviles, bisturís, parejas y otras deslumbrantes mercancías.

El sistema era eficiente, los padres impulsaban a sus hijos a ser siempre los primeros en la carrera de triciclos, en el equipo de fútbol, en las notas escolares, repetían: sólo sirve ser el primero, los demás son perdedores. El principal motivo para elegir que aprenderían sus pequeños era el cuanto ganarían en sus oficios de adultos.

Los estudiantes insistían y lograban que los profesores fueran prácticos, divertidos, ligeros y que no los perturbaran con esas tediosas teorías que explicaban los fenómenos y las causas; la sociedad había avanzado y fue aceptado como pilar de la enseñanza que no era importante aprender a sumar ya que la calculadora había rescatado a la humanidad de ese farragoso asunto.

La educación había sabido responder de manera satisfactoria a la crítica frecuente del mundo productivo que la acusaba de no conectarse con las necesidades de la ganancia;  por fortuna habían sido relegadas a su mínima expresión las humanidades, el arte y la música; la academia lograba operarios específicos, oficinistas repetitivos, directores sin liderazgo, médicos sin pacientes pero con clientes, agrónomos sin campesinos pero con rentabilidad; la eficiencia había sido lograda.

En el trabajo les decían que llegaban a una gran familia, leían los valores éticos de la empresa, comprendían con ilusión que debían estar disponibles para cuando los necesitaran, que trabajar tiempo extra sin paga era un gesto de compromiso; en diez años ya habían tenido igual cantidad de empleos; pero eso no importaba, desde su más tierna edad habían sido formados para vivir en la incertidumbre del contrato, en la precariedad del suelo y en las necesidades de del servicio.

En las charlas de motivación con la sicóloga de la empresa les recordaban que eran un equipo y debían ayudarse; en las reuniones de trabajo y cumplimiento de metas se les exigía competir todos contra todos; el sistema funcionaba bien, ya en esta etapa de la vida contaban con la ventaja firme de ni siquiera notar las contradicciones.

Para bienestar general los momentos de ocio  eran pocos, los niños tomaban ocho cursos adicionales a sus labores escolares, los adultos usaban casi todo su tiempo en el trabajo y transporte diario.

La diversión más frecuente era matar el tiempo libre desde alguna pantalla que le evitará dar vida a la conciencia de si mismo; también ya se había superado esa época primitiva de ser hincha de un equipo local y ya todos compraban camisetas y abalorios de uno o dos equipos grandes del universo con los cuales se conectaban a través de la  televisión.

Estaba en vía de superación esa atávica costumbre de conversar con el vecino, mirar la cara del interlocutor y aún la peor: dirigirle la palabra a otros en los sitios comunes donde pudieran coincidir.

La inteligencia se evidenciaba en la capacidad para hacer buenas compras un día de promoción; en la habilidad para la gimnasia bancaria y las acrobacias con los días de cierre de las tarjetas de crédito.

Esta sociedad era feliz, exhibían los objetos y el oropel que sus padres y abuelos nunca habían soñado, sabían cual era la última tontería del artista de moda, contaban con una dosis diaria de me gusta en sus cuentas sociales y estaban seguros que no había límites en y para el planeta.

Un disidente dice que protegidos por sus sábanas duermen mal, se sienten solos y frustrados, ¡Sólo es un desadaptado!